Sobre la vida, la muerte y el miedo

El nuevo signo de los tiempos obvia todo conocimiento que se aparte de la razón práctica y el determinismo científico, relegando al cajón de la fantasía, cuando no al olvido absoluto, a todo aquello que huela a metafísica, espiritualidad o no pueda ser medible por los modernos instrumentos digitales.

Nos dice que ese estrecho margen de tiempo que llamamos vida se convierte en lo único que vamos a experimentar, que no hay nada antes o después de ella, razón por lo cual la muerte se convierte en sinónimo de nada absoluta, el gran horror vacui que perturba todo pensamiento que ose adentrarse en sus profundidades, y la única manera de vencerla será en los laboratorios mediante una búsqueda desesperada de la inmortalidad celular.

Es por ello que nos gusta ver a la muerte como una sombra esquiva, invisible presagio que siempre está acechante pero apartado de nuestros pensamientos, no sea que enturbie todavía más una vida bastante sufrida de por sí.

No es de extrañar, por tanto, que cuando nos golpean las desgracias y perdemos a un ser querido el dolor es más intenso y desgarrador que antaño, pues en nuestro sistema de creencias actual la pérdida es eterna y absoluta, y la esperanza de reencontrarnos con ese ser ha desaparecido por completo. El que se va lo ha hecho para siempre. Y cuando nos toque a nosotros correremos idéntico y amargo destino, de ahí que asociado a ese dolor de pérdida también está el miedo extremo a la muerte y por extensión a todo aquello que pueda provocarla.

Como consecuencia de todo esto, cuando la muerte afecta a un gran conjunto de la población, ya sea por desastres naturales, guerras o epidemias, entonces el miedo se extiende por todas las mentes y se apodera poco a poco de las personalidades, haciéndolas en extremo cautas, sumisas y obedientes de aquel poder superior que proponga una solución al conflicto, sea esta razonable o no.

El miedo a la muerte degenera en miedo a la vida, miedo a arriesgarse y a vivir en intensidad, nos convierte en la peor versión de nosotros mismos, en cobardes y desconfiados, seres centrados en la supervivencia, paradójicamente, renunciando a disfrutar de ella.

El positivismo llevado a su más extrema aplicación nos ha convertido en lo contrario de lo que se proponía, humanos libres y formados que actuarían en base a la razón, revelando unas carencias que ya eran obvias desde el mismo momento de su nacimiento y que ilustres artistas como William Blake se encargaron de señalar. Si renunciamos al conocimiento del espíritu renunciamos al conocimiento último del ser, empobrecemos nuestras vidas y nos acobardamos ante sus desafíos.

Sin renegar de la ciencia y sus innegables logros, la humanidad debería hacer un alto en el camino y pararse a reflexionar si esta es la dirección adecuada que nos ha de llevar algún día a una sociedad más sana, justa y equilibrada, porque mucho me temo que los acontecimientos actuales nos están indicando todo lo contrario, avanzamos cuesta abajo hacia un mundo temeroso, hipercontrolado, carente de libertades esenciales donde tan solo seremos productos con código de barras cuyo único objetivo en la vida será producir y consumir.

Que lo disfruten.