Sobre el miedo, la muerte y la vida II

Palidecemos de miedo, gritamos de miedo, nos cagamos de miedo.

El miedo lo ha absorbido todo, ha devorado nuestras entrañas, se ha hecho dueño de nuestros actos: somos miedo, hablamos con miedo, miramos desde el miedo y el mundo se transmutado en puro miedo, pegajoso, inquietante, manipulador.

El miedo a morir se ha convertido en miedo a vivir, trastornando actitudes y comportamientos.

Aceptamos explicaciones que no explican nada, prohibiciones que lo empobrecen todo, paradojas y contradicciones que en otra época hubiéramos tomado por delirios, y lo que es más denigrante, nos hemos convertido en inquisidores que censuran y señalan a quien ose apartarse un milímetro de los dogmas oficiales.

Obnubilados por las miles de muertes individuales no nos hemos percatado que estamos muriendo como sociedad, que el remedio está siendo más mortífero que la enfermedad, que todo problema complejo necesita una solución compleja, siempre abierta a continua revisión.

Ya no protestamos porque hemos aceptado sumisamente una sola versión de los hechos y ponerla en duda cuestionaría nuestras creencias, lo que hasta ahora habíamos defendido tan sumisa y fervorosamente. Es más importante el orgullo herido que la búsqueda de la verdad, es más fácil aceptar su relato que cuestionar su validez, y sin duda es más cómodo y reconfortante acogernos a la superioridad moral de la inmensa mayoría, desde donde podremos insultar con absurdos motes despectivos a quienes solo tratan de buscar diferentes causas y soluciones a tal inmenso problema.

Y mientras mal disimulamos con odio y cobardía que ya estamos devorados por el miedo, avanzan inexorablemente leyes opresivas, ruina económica, depresiones, paro, llevándonos al peor de los mundos imaginados: aquel donde una vez derruido todo ni siquiera tendremos el mínimo consuelo de haber intentado ser valientes y enfrentarnos, aunque solo fuera por una vez, a nuestros miedos.

   

Las enseñanzas de Don Juan.” Carlos Castaneda.

Cuando un hombre empieza a aprender nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente, su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.

Pero uno aprende así, poquito a poco al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos se dan de topetazos y se hunden en la nada. Lo que se aprende no es nunca lo que uno creía. Y así se comienza a tener miedo. El conocimiento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.

Y así ha tropezado con el primer enemigo de sus enemigos naturales: ¡el miedo! Un enemigo terrible: traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino, acechando, esperando. Y si el hombre, aterrado en su presencia, echa a correr, habrá puesto fin a su búsqueda.

¿Qué le pasa al hombre si corre por miedo?

Nada le pasa, solo que jamás aprenderá. Nunca llegará a ser un hombre de conocimiento. Llegará a ser un maleante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo, asustado; de cualquier modo; será un hombre vencido. Su primer enemigo habrá puesto fin a sus ansias.

¿Y qué puede hacer para superar el miedo?

La respuesta es muy sencilla. No debe correr. Debe desafiar a su miedo, y pese a él debe dar el siguiente paso en su aprendizaje, y el siguiente y el siguiente. Debe estar lleno de miedo, pero no debe detenerse.¡Esa es la regla! Y llega un momento en que su primer enemigo se retira. El hombre empieza a sentirse seguro de sí. Su propósito se fortalece. Aprender ya no es una tarea aterradora.