Nosotros, robots.
Los androides de piel gris metálica caminaban por la calle, cada uno enfrascado en su propio código de pensamientos y particulares preocupaciones, siempre bajo la atenta e invisible mirada del Gran Programador, vigilante incansable de su obra cumbre, su más arriesgado proyecto, aquel en el que crearía la más intrépida y admirable obra de arte jamás hecha por un ser consciente de su propia individualidad.
Estiró el brazo y conectó el receptor que registraba las acciones, palabras o pensamientos que se apartaban de la medias estadísticas fijadas en la raíz de programación. Era el momento cumbre del día, un hecho rutinario convertido en singular apuesta, la de encontrar un destello de originalidad creativa en el mar omnímodo de secuencias rutinarias.
Un particular pensamiento cíclico le llamó la atención, no solo por su significado vital y consecuencias ontológicas, sino por la fuerza expresiva con que retumbaba en el entramado de código. Era un bucle casi tautológico, que reverberaba una otra vez con singular excepcionalidad y decía: “es este un mundo gris, desolado, sin sentido”.
Identificó la posición del emisor en apenas tres décimas y media de segundo, y su imagen nítida apareció en el monitor. Fijó el noventa y ocho por cien de su potencial receptivo en la consciencia artificial señalada, desbloqueo los firmware que salvaguardaban los límites de su personalidad y se introdujo dentro del objeto de estudio.
Un androide masculino de media edad y vida hasta ahora insignificante volvía a casa después de un larga y ardua jornada de trabajo en la fábrica, aburrido y cansado por ese ir y venir de los días cíclicamente iguales. El Gran Programador sonrió. Era un espécimen interesante, lleno de pensamientos depresivos, pero de una intensidad y complejidad nunca antes registrada por sus sensores perceptivos.
El androide, que intentaba desentrañar a través de su código de unos y ceros cómo funcionaba el mundo, no le encontraba sentido a nada. Observaba con curiosidad, cierta envidia y esperanza a aquellos que se habían emparejado y comprobaba decepcionado como de una fugaz alegría y sentimiento de unicidad rápidamente llegaba la rutina, el distanciamiento, el hastío; cuando no el odio y la agresión mutua. Pensaba en aquellos que habían logrado llegar a la escala más alta del sistema productivo, imponiendo sus ordenes, a veces ilógicas, en ocasiones crueles; percibiendo como les cambiaba el carácter, como disfrutaban perversamente de ese nuevo poder y del estatus privilegiado al que casi siempre iba asociado. Veía consternado que tanto los que se conformaban con un simple trabajo repetitivo y un sueldo escaso (aunque suficiente para subsistir), como los que por diferentes razones se negaban a trabajar y buscaban el placer de manera compulsiva (dañándose a sí mismos siempre de manera irreversible), no eran más que eslabones de una cadena absurda y sin sentido, pues la desesperanza y el tedio existencial siempre acababa llegando (“¿o era su desesperanza la que filtraba esa percepción del mundo, haciéndola más gris de lo que era realmente? (Pero, ¿qué era la realidad?)”). Pegó una patada a una lata vacía de sustancias alcohólicas aptas para androides y siguió andando, malhumorado.
El Gran Programador estaba atónito. Pensar en un “mundo gris” era una metáfora, sencilla e ingenua, pero una metáfora al fin y al cabo. Todo un logro. Percibir las fallas del entramado social y de las relaciones sentimentales entre individuos, una obviedad, aunque no desprovista de interés. Sin embargo, que dudase de su propia percepción era un hecho poco frecuente, revelador. Volvió a sonreír. Su sistema de mutación asociada a la reproducción congénita entre androides estaba dando sus frutos. El azar, tal como había predicho, había resultado ser un arma más poderosa y creativa que su propia y deslumbrante inteligencia e imaginación.
“¿Y si no soy quien creo ser?”, seguía pensando el androide mientras subía al ascensor de su edificio. “¿Y si todo es un burdo teatro, una amarga puesta en escena para el disfrute de un espectador ocasional?”. El Gran Programador introdujo unos códigos barrera en la pantalla fluctuante; la situación, aunque le emocionaba y acaparaba toda su intereses, comenzaba a tener hondas repercusiones en el flujo de programación. “¿Y si no soy yo, sino alguien programado? ¿Y si cuando mi conciencia cese todo quede reducido a inservibles códigos binarios que nunca nadie más ejecutará?” Acercó sus ojos al sensor y el sistema de reconocimiento facial le abrió la puerta. “Ridículo”, se dijo al entrar en su apartamento.
“Pero entonces por qué me siento así, por qué no me siento yo mismo sino otro, por qué la vida ha dejado de tener sentido y ni la soledad ni la compañía de otros alivian mi pesar, por qué los pensamientos amargos no cesan, por qué me parecen idiotas y absurdos todos los comportamientos observados, por qué nadie se replantea estas cosas como yo, por qué hace tanto tiempo que no sonrió y me siento pleno, feliz, con el convencimiento absoluto de que la existencia en sí ya merece la pena y cada instante vivido es un instante que merece la pena celebrar.” Abrió la nevera, echó un vistazo rápido, pero ninguna de las caducadas sustancias nutritivas que había dentro le convencieron. Sentía un agudo nudo en el estómago. “Por qué este último pensamiento me produce arcadas, ganas de vomitar. Por qué odio si no tengo a nadie a quien odiar…” Salió de la cocina malhumorado, pasó por delante del espejo del pasillo y de reojo vio algo que le dejó frio, casi helado, y le hizo detenerse al instante. El reflejo no había mostrado su pelo castaño peinado en impoluta raya, aunque siempre alborotado por la parte de atrás, tampoco había aparecido su piel ya no tan tersa como hace escasos años, ni la fina barba de dos días. En el espejo le había parecido ver una figura metálica, grisácea, inexpresiva, semejante a esos robots de las películas de ciencia ficción que tanto le gustaban de niño pero que ahora le parecían insípidas y ridículas por su falta de veracidad.
El Gran Programador quedó paralizado por una gélida sensación de desasosiego, todas las dudas expresadas por este ser sobre el sentido de su existencia, su posible condición robótica y su capacidad de conceptualización, habían creado un bucle retroactivo que habían modificado sus filtros perceptivos, eliminándolos parcialmente. Es decir: se estaba autorreprogramando de manera inconsciente. Y por tanto, debido a la forzosa interconectividad, dicha mutación ya había saltado al resto de las consciencias artificiales.
Era algo inadmisible, un peligro para el conjunto de la Gran Obra de consecuencias no computables. Toda evolución personal debe ir acompasada de la evolución global, no se pueden permitir saltos que contravengan lo fijado en la estructura raíz porque sino todo el sistema se vendría abajo, o lo que es peor, todos los androides podrían hacerse autoconscientes de manera absoluta y negarse luego a ser reprogramados. Tragó saliva, cerró los ojos y rebuscó en su memoria todos los pasos a dar para contrarrestar una situación de tal calibre.
Comenzó a dar ordenes mentales a través de sus conectores cerebrales, reinició los múltiples e intrincados sistemas operativos globales, varió de manera sutil los algoritmos de percepción cognitiva e inteligencia artificial, revisó minuciosamente el código personal del androide rebelde, borrando para siempre ciertos datos de su memoria, y corrigió el error que permitía al programa en su conjunto adquirir vida propia. Si es que a lo ocurrido podía llamársele error. “Lo utilizaré para la versión de prueba 7.0” pensó, “pero en un entorno mínimo, controlado, sin conexión a la Gran Red. Una pequeña isla bastará”.
En un pequeño piso del extrarradio, no demasiado limpió y ordenado, señal inequívoca de que quien lo habitaba era del sexo masculino y soltero, su único habitante parpadeó un instante y sintió un extraño deja vu. “No puede ser” se dijo con temor creciente, “debió ser una alucinación causada por el estrés del trabajo y el insomnio de estas últimas noches”. Se acercó muy lentamente al espejo, con un temor casi animal y volvió a mirar. Su rostro de toda la vida aparecía fielmente detallado en el espejo. Todo volvía a la normalidad. “Tengo que tranquilizarme y descansar más.” Y una ligera sonrisa de alivio se dibujó en su cara lisa y metálica. Fue hasta el salón, se sentó en el sillón de realidad virtual e introdujo la cabeza en el acolchado casco. “Aquí al menos soy medianamente feliz”. El juego comenzó donde lo había dejado la última vez, se hizo con su avatar “Guerrero Evolución XVI”, eligió el arma más cara y comenzó la reconquista de los mundos dominados por las hordas extranjeras. A pesar de su torpeza habitual se hizo rápido con los controles, avanzó cauteloso por el camino prefijado, pero por primera vez en su vida virtual cuando aniquiló a la tropa de enemigos que había salido a su encuentro no sintió la más mínima satisfacción. “Mierda”, pensó, “ya ni esto funciona”. El Gran Programador mostró de nuevo una abierta sonrisa, no exenta de crueldad. No iba a ponerle las cosas fáciles después del pequeño susto que le había dado.
Abandonó por fin la consciencia rebelde, amplió de nuevo el zoom de pensamientos disonantes, buscando otros que pudieran proporcionarle algo más de diversión inocua después de semejante esfuerzo mental, y su atención se fijó en otro androide, más joven, que acababa de descubrir con gran regocijo el placer extraño de acariciar ciertas partes anatómicas de su cuerpo frío, resplandeciente, muerto. El Gran Programador se excitó.