Un inquietante relato para despedir el año.
Feliz Misantropía.
La tapia.
Fue todo lo contrario de lo que se podía esperar, dadas las escasas expectativas que me había creado en estos días de paz, aburrimiento e interminables paseos solitarios. Cada tarde al regresar a mi pensión veía esa tapia ennegrecida, interminable, de una altura mayor a la habitual —casi tres metros— y constituida por curiosas piedras pulidas semejantes al azabache, todas del mismo tamaño y grosor. Por la abundante vegetación de la zona me fue imposible circundarla por completo y encontrar una puerta que me revelase su contenido; tan solo había, en la parte más cercana al pueblo, un cartel escrito sobre tablas de roble mitad prohibición mitad desafío que rezaba: “Permitido el paso, nunca la salida”, que tomé como una broma macabra propia del extraño sentido del humor de los habitantes de esta villa, los cuales, por cierto, rehuían siempre a contestar a mis preguntas sobre lo que se escondía tras el extravagante muro. Así que en un particular atardecer, cansado ya de tanta monotonía y tanto reposo —por mucho que me lo hubiera recetado el médico— y viendo que no había ningún fisgón por los alrededores tomé prestada una escalera de una finca aledaña y me encaramé a lo alto de la tapia.
Un inmenso jardín se abrió ante mí, sin apenas árboles, anodino, recubierto de altos hierbajos y extrañas flores que no pude identificar. No me encontré el enorme y lujoso Pazo que había recreado con todo detalle en mi fértil imaginación, ni una sencilla casa de piedra, ni un mísero alpendre, nada. Iba a bajar desconsolado por las ruinosas escaleras cuando, a una distancia de unos seiscientos metros, entre los hierbajos, divisé una sombra, un curioso claro circular que rompía la aparente uniformidad que se imponía en todo el terreno. Curioso, caminé por encima del muro hasta las cercanas ramas de uno de los escasos árboles presentes y salté a la copa. Ya puestos a hacer locuras, hacerlas hasta las últimas consecuencias; además, calculaba, todavía quedaban unos treinta minutos de claridad. Bajé con cierta dificultad por el tronco sin pensar muy bien en como haría para volver a subir y me dirigí hacia el claro.
Fue un tanto dificultoso andar entre la hierba alta y el terreno húmedo, el sol se aburría del día y parecía descender al averno a una velocidad mayor de lo que la naturaleza ordenaba, mientras miles de grillos emitían su furioso canto de amor con una estridencia inusitada. Por fin llegué a la sombra, un curioso lago con perfecta forma circular recubierto por un agua negrísima y desasosegante que semejaba tan pulida como las singulares piedras que conformaban la misteriosa tapia. Se hizo el silencio, un viento helado surgió de la nada y me golpeó el rostro, haciéndome sentir por primera vez una punzada de miedo, una aguda sensación de alerta. Cerré los ojos y comenzó a pasar por mi mente la singular cadena de acontecimientos que me habían llevado hasta este extraño lugar: la infancia solitaria, gris y anodina, la tediosa carrera de derecho estudiada por imposición paterna, el trabajo en el bufete familiar aguantando impertérrito órdenes, gritos y desprecios, y, por supuesto, la inevitable crisis de nervios final que me trajo a este reducto perdido de la Galicia profunda, donde mi estado de ánimo y tranquilidad volvían poco a poco a sus cauces habituales. Iba a dar la vuelta, pero una voz que parecía susurrada por el viento (quizá por el lago), una voz que se colaba por mi entrañas y me echaba en cara mi cobardía, comenzó a retumbar en mi cabeza, alterando otra vez mis débiles nervios e instigándome sutilmente a mirar.
Ahí estaban, invisibles pero muy presentes mi siempre insatisfecho padre, mi pobre y lastimera vida, el súbito (y muy agradable) impulso de locura que me había hecho escalar la tapia, descubrir su secreto; y ahí estaban, marcadas a fuego en mi conciencia, las innumerables veces en que miserablemente no me había rebelado contra mi paupérrimo destino.
Suspiré. Me acerqué hasta la orilla e incliné mi cuerpo hacia delante. Quizá si hubiera sido más cauto, si me hubiera percatado de un incisivo detalle —que la superficie de ese agua oscura como la muerte, a pesar del feroz viento permanecía impoluta, sin que ninguna honda perturbase su antinatural perfección— habría dado la vuelta y regresado a mi anodina vida, pero por primera y última vez en mi vida fui valiente, temerario.
Mi rostro y mi cuerpo se reflejaron al momento en esa superficie negra y pulida. Pero era un rostro con ojos diabólicos y grises, no azules y temerosos como los míos; con un pelo negro azabache y no rubio apagado como el que poblaba mi cabeza; con una afilada sonrisa muy diferente a la desmesurada mueca de pánico que debería haber reflejado; un rostro y un cuerpo que rompiendo toda normalidad alzó un brazo y me arrastró a la profundidad del lago —en una indescriptible inversión de realidades— fundiéndome con él.
Abrí los ojos, confundido, sintiéndome agua turbia, calmada, y volví a observar el conocido rostro, ahora desde abajo, que me volvía a sonreír, me saludaba con una reverencia y finalmente se alejaba dejándome solo, presa del terror más profundo, reflejando en mi superficie inquebrantable los últimos rayos de sol que ahora sí desaparecían en una inquietante oscuridad.