Mundo feliz

 

Vivimos en el imperio de la falacia, del pensamiento no razonado, la acusación desmedida y la susceptibilidad máxima. Todo ofende, hiere, es digno de nuestra condena, todos deberían pensar como nosotros, compartir nuestra ideología, respetar nuestra opinión, por absurda y estúpida que sea. Se confunde lo particular con lo general, una parte con el todo, y extrapolamos bárbaramente a partir de un hecho cualquiera una acusación infundada.

Acatamos la dictadura de lo políticamente correcto para no ser señalados, dejándonos llevar por una corriente fangosa por miedo de no ser devorada por ella, refugiándonos en nuestra infantilidad desmedida, nuestras ansias de figurar, de ser algo más que un habitante anónimo de las redes sociales.

Pues siempre es más fácil ser acusador que acusado: ¿para qué discutir cuando eres tú el que impones la condena, para qué razonar si la verdad debe estar forozosamente de mi lado? Son tiempos esquivos para la libertad de expresión, la ironía afilada y la crítica irreverente, tiempos de agachar la cabeza y aguantar el temporal, de misantropía y reflexión.

La estupidez universal avanza al unísono cogida de la mano, creyéndose invencible, pero la estupidez es soberbia, confiada y acabará tropezando consigo mismo, presa de sus contradicciones, sus medias verdades, sus flagrantes mentiras. Ese será el momento de alzar la voz, de volver al sentido común, de disentir, y esa será el momento donde se decidirá si nos hundimos como sociedad en la más espesa de las mierdas o volvemos de una vez a avanzar.

Mientras, voy a ver que echan en la televisión.