Una vida nueva

Una vida nueva.

No importa quien soy yo. Lo único que debe tener claro es que soy una persona confiable y que tengo algo importante que contarle, así que présteme toda su atención.

Hay seres que por razones complejas tienen un carácter poco sociable, huidizo; parece no gustarles la vida y desde luego no les gusta acercarse a la gente. Por si fuera poco, tampoco aceptan de buen grado las normas y convenciones que rigen la sociedad (incluso las sanitarias), rehuyen de los comportamientos establecidos, de las modas imperantes, y malgastan constantemente su tiempo cuestionando el mundo en el que viven.

Por extraño que le parezca, este modo de proceder no obedece solo a una cuestión de cobardía (que también), sino que nace de algo más profundo, probablemente de raíz fisiológica. Es como si fueran seres defectuosos en su fabricación, con unas cuantas piezas mal diseñadas, que los convierten en individuos incapaces de convivir con sus semejantes y aceptar de buen grado sus normas de comportamiento.

Es decir, lo que esos desdichados padecen no es tanto falta de valor sino impotencia, de ahí que para ellos, en un ejercicio fraudulento de disonancia cognitiva, haya en esa actitud introvertida algo honesto, sincero, que si bien pueden producirles al principio sentimientos de alegría y orgullo, inevitablemente acaban degenerando en tristeza y resignación, pues en el fondo saben que dicho comportamiento solo les llevará a la soledad absoluta. Su renuncia a los demás los han marcado con el estigma de los débiles, de los degenerados, atormentándoles este pensamiento no solo cada noche, sino cada vez que cierran los ojos con la vana intención de que entre un poco de claridad en sus mentes.

Entonces se refugian en sus sueños, en los delirios de su imaginación; construyen épicas fantasías donde ellos son amos y señores de su propio universo y las reglas se adecuan a sus perturbados prejuicios, pero en el fondo saben que es un falso consuelo, lo imaginado puede dar momentos de plácida alegría; cierto, sin embargo esta es efímera, frágil, su falsedad acaba saliendo a la luz y derrumbando todo el palacio de ensoñaciones.

Y por alguna extraña y maravillosa ley de esas que rigen la psicología humana, a medida que su vida exterior es más pobre y solitaria, la vida interior sigue idéntica suerte y camino. Es un circulo cerrado, sin salida alguna: aquello que les consuela –sus ficciones imaginativas– les vuelven más huraños y solitarios; y esa misma soledad acaba devorando su ánimo y sus débiles personalidades.

De ahí que acaben juzgando con excesiva dureza todas las imposiciones que nacen de la sociedad (y que son, nunca lo olviden, por el bien común) y desconfiando en extremo de aquellos que gobiernan nuestras vidas con denodado sacrificio y abnegación. Como ven, acaban convirtiéndose tanto en un peligro para ellos mismos como para los demás.

Es sin duda una situación muy triste y compleja en la que no solo debemos dejarnos llevar por el inevitable desprecio, sino buscar también dentro de nosotros compasión por estos seres marginales y perdidos en su enorme insignificancia.

Llegados a este punto, ¿qué podrían hacer estos desdichados? Solo veo dos soluciones, bien que prosigan en esa delirante reclusión mental que quizá les dé algún fugaz e insignificante logro artístico, pero que de manera inevitable les llevará a pudrirse y enloquecer; o bien que reaccionen de una vez y dejen de ser ellos mismos, disolviendo esas tristes personalidades para convertirse en otros, aparentemente más estúpidos e insensibles, pero mucho más sociables, capaces de relacionarse con ese mundo que antes tanto detestaban. Deberán matar a su antiguo yo y renacer como uno de esos individuos comúnmente denominados normales, tan felices y adorables, que no tienen miedo a relacionarse y exponer cada segundo de su vida en el nuevo y maravilloso universo de las redes sociales.

¿Atisbo algo de culpa en su rostro? ¿Es que acaso se siente identificado? No es tan difícil, se lo aseguro. Tan solo tendría que desearlo profundamente, acostarse, cerrar los ojos y pedirlo como si su vida dependiera de ello, una y otra vez, hasta que el sueño le alcance y quede profundamente dormido. Entonces, a la mañana siguiente, una vez olvidados para siempre sus estúpidos ideales, su vida de monje recluido, su huraña personalidad, sería por fin un hombre nuevo, uno más del rebaño. Haría felices a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, al orden invisible que gobierna el mundo. ¿No oye cómo cantan todos, cómo rebuznan? Vamos, inténtelo.