El huevo.
Era un huevo en su huevera. Pero no era un huevo como los demás. Sí, es cierto que participaba de la clásica esfericidad abombada que delimita a todo buen huevo, que su cáscara blanca lechosa rozaba lo anodino y que su tamaño, ni excesivamente grande ni ridículamente pequeño, lo apartaban de la normalidad. Aun con todo, y no podría explicar la razón, era un huevo único en su especie, magistral, superlativo; un huevo que se me resbaló de las manos nada más cogerlo y deshizo su particular trascendencia al estallar en mil pedazos contra el suelo de la cocina.
Ya sabía yo que tenía algo de especial ese huevo. Fue un rebelde, un iconoclasta, un ejemplo a seguir para toda esa sociedad que forman el casi siempre aburrido y cobarde conjunto de huevos. Nunca lo olvidaré, pensaba mientras acababa mi tortilla.