Libertad de sumisión

Algo profundamente equivocado está sucediendo en este momento.

Aunque vivimos en una democracia que en teoría respeta la libertad de expresión, cada vez son más los temas sobre los que es imposible discutir, y ya no digamos disentir, salvo que lo hagamos en un círculo cerrado de amigos de plena confianza.

Todo empezó de manera más o menos velada, con ciertos acontecimientos históricos y teorías científicas sobre las que de un día para otro se prohibió dudar, aunque fuera de manera parcial y con datos elaborados; a esto le siguieron unas nuevas estructuras de pensamiento asociados a lo políticamente correcto que han acabado marcando el modo en como debemos forzosamente comportarnos; y hemos llegado a un punto en el que es un deporte de riesgo extremo contradecir toda opinión que venga refrendada por el gobierno de turno, los grandes medios de comunicación o ese ente invisible y fantasmagórico llamado opinión pública.

Refutar o simplemente dudar de alguno de los postulados oficialistas provocará irremediablemente la exclusión social, el escarnio público, problemas familiares y el señalamiento perpetuo como si de un apestado te trataras.

Además de la infamia moral que ello supone, este tipo de comportamiento perverso redunda en la creación de grupos extremistas enfrentados entre sí que acaban defendiendo no posturas sino creencias convertidas en dogma, orgullos heridos y egos amplificados hasta el infinito. No hay ni siquiera una lucha por demostrar quien tiene razón, pues los datos ya no importan, solo cuenta imponer tu fuerza sobre el oponente y degradarlo hasta la humillación.

La libertad de expresión, baluarte inexpugnable hasta hace poco de los sistemas democráticos, se ha transmutado en libertad de sumisión. Eres libre para aceptar sumisamente todo lo que se te impone, para dejarte llevar por la corriente de la opinión mayoritaria e incluso para denunciar a todo aquel que se quiera apartar del redil; pues la opinión crítica se ha convertido falazmente en enemigo de la democracia, en el supuesto germen de su destrucción, en fascismo porque sí.

La política, la ideología e incluso ciertos postulados científicos (olvidándose que en ciencia todo está siempre sometido a nueva revisión) son las nuevas religiones en las que forzosamente se ha de creer, y la estupidez humana con sus hordas digitales a cuestas, en la nueva y repulsiva inquisición.