«El Bucle», escrita en colaboración con Jaime Rey, es una novela corta que pretende dar una vuelta de tuerca al género de los viajes en el tiempo y que reflexiona sobre las consecuencias de nuestros actos y la influencia del azar, el caos y el destino en los acontecimientos que marcan nuestras vidas.
Está publicada en Amazon tanto en formato papel como digital. A continuación tienen el primer capitulo para que juzguen si puede ser o no de su interés:
Capítulo 1.
Como suele ocurrir con los grandes acontecimientos que te cambian la vida, todo empezó de manera casual, en uno de esos días grises de pensamientos tan oscuros como las nubes que acaparaban el cielo y la tierra húmeda que emborronaba mis suelas. A veces todavía me pregunto por qué quiso el destino que detuviera el coche en ese preciso lugar, por qué me senté a descansar justo debajo de ese árbol, por qué tuve que abrir esa maldita caja. Pero de nada vale ahora lamentarse, especialmente por acontecimientos que vinieron dados por el mero azar, que me fueron impuestos como si de una prueba se tratara, quien sabe si para evaluar mi alma o mi capacidad extrema de pena y sufrimiento.
De lo único que puedo reprocharme es de las decisiones que tomé en esas especiales circunstancias, elecciones en las que yo fui el único responsable y que me arrastraron a una situación desesperada de angustia y desdicha, a un inverosímil cruce de caminos en el que me vi obligado a elegir entre mi vida pasada (con todos sus maravillosos momentos y trágicas consecuencias) y una nueva donde algunas de las personas que he conocido, que he amado, nunca han existido ni nunca existirán. Al menos como yo las recuerdo, como siempre las recordaré.
Eran las seis de la tarde de un oscuro miércoles invernal, estaba destrozado por una jornada interminable pésima en ventas y llevaba más de ochocientos kilómetros a mis espaldas en un viejo peugeot turbodiesel que se negaba a subir cualquier cuesta a una velocidad superior a los ochenta kilómetros por hora. Había enterrado recientemente a mis padres y todavía estaba lidiando con ese poso de tristeza infinito que deja siempre la absurda e injusta muerte de unos seres queridos a los que todavía les quedaba demasiada vida por delante y que por culpa de un fatal accidente nunca pudieron conocer, en ninguna de las realidades posibles, a su futura nuera ni a esos añorados e inciertos nietos.
Decir que mis pensamientos eran turbios en esos instantes cruciales sería quedarse muy corto, pero lo que acabó de desencadenar todos los hechos fue una tensa conversación telefónica con el cabrón de mi jefe, donde, después de una serie interminable de réplicas, reproches y amenazas acabamos los dos masacrándonos a gritos mientras intentaba a duras penas mantener recto el volante del coche. En cuanto colgué comenzaron a temblarme las manos, luego las piernas y cuando ya casi me era imposible seguir conduciendo decidí salir de la autopista y parar en una carretera secundaría. No porque me importase mi propia seguridad, pues creo que en esos momentos me hubiera dado igual morir, sino por el temor de involucrar a otras personas en un accidente. Si lo que pretendía ese mal nacido era acabar con mi vida, estaba bien, lo aceptaba, al fin y al cabo era quien me pagaba el sueldo, pero no sería justo que destrozara las vidas de otros. Estacioné al lado de un bosquecillo, bajé, todavía templando y me puse a caminar sin rumbo, tarareando viejas canciones de los Beatles mientras recordaba tiempos no tan lejanos donde la vida era mucho más sencilla.
Cuando uno estudia en la universidad y acaba la carrera de empresariales año por año con unas notas más que decentes, se imagina a sí mismo creando una gran holding tecnológico, en sus sueños más audaces; o al menos dirigiendo su propio y lucrativo negocio, en las más modestas ensoñaciones. La realidad tenía otros planes para mí; a los bancos le parecieron poco dignos de confianza mis proyectos empresariales, y uno tras otro fueron rechazando mis peticiones (a veces súplicas) de concederme un mísero crédito que me permitiese comprar el material adecuado.
Tuve que aceptar el puesto de “comercial de ventas multidisciplinar” o, como prefiero llamarlo yo, “patético vendedor a domicilio”, en una flamante multinacional famosa por sus altos precios y sus escasos sueldos, donde me veía obligado a decir día tras día que la sublime calidad de nuestros productos (hecho que estaba por demostrar) era muy superior a los de la competencia, de ahí que el “coste unitario de adquisición” fuera sensiblemente superior. Lo que no podíamos confesar a nuestros sufridos compradores es que las condiciones de trabajo que teníamos que soportar eran semejantes a las de un régimen dictatorial. Tortura psicológica es un término que posiblemente se quedaría corto para describir los no demasiado sutiles métodos de “motivación” ejercidos por mi jefe de ventas, consistentes en un cúmulo de actuaciones que comenzaban con frecuentes reuniones a las siete en punto de la mañana para recordarnos lo afortunados que somos por pertenecer a tan ilustre empresa en estos años de carestía laboral, y lo desagradecido de nuestro miserable comportamiento al no dedicar nunca el suficiente esfuerzo para incrementar su cada vez más escaso margen de beneficios (pues da igual todo lo que vendas, las horas que trabajes, para ellos se puede (en realidad se debe) siempre mejorar), a lo que había que sumarle horas extra mal pagadas, insultos, humillaciones, amenazas constantes de despido, llamadas a la una de la mañana para recordar cualquier dato intrascendente y demás comportamientos más propios de un retorcido psicópata que de lo que se supone debería ser un modelo a imitar. La estrategia era clara, exprimes hasta el máximo de su resistencia a jóvenes desesperados por llevar un sueldo a casa hasta que se derrumban, no aguantan más y dejan muy a su pesar el trabajo evitando a la compañía pagarte una indemnización por despido. En la recamara del paro laboral están hacinados cientos de corderillos ansiosos por ocupar el puesto vacante e ignorantes del infierno que en breve estarán a punto de experimentar.
Y ahí estaba yo, sentado bajo un frondoso pino, canturreando Helter Skelter e imaginándome diferentes métodos de tortura y descuartizamiento como un Charles Manson cualquiera cuando observé, en un desnivel en el bosque, un pequeño basurero ilegal. Me acerqué indignado preguntándome como se podía profanar así un lugar tan hermoso, como la estupidez humana podía llegar a tal nivel de desconcierto, pero no encontré ninguna buena respuesta que me consolara.
Entonces algo llamó mi atención. Entre sillones descorchados, neveras oxidadas y unos cuantos electrodomésticos inservibles divisé, medio enterrada en el fango, una sucia cajita de cartón.
¿Por qué me fijé en ella, por qué me agaché a recogerla? Quien sabe, curiosidad, sincronía, destino, ganas de apartar de mí esos macabros pensamientos a los que ya comenzaba a dar ciertos visos de futura ejecución; el caso es que me adentré en la mugre, aparté varias bolsas fétidas y aceitosas y recogí ese pequeño estuche que, todavía sin abrir, ya ejercía sobre mí una inexplicable y poderosa fascinación. Al sostenerlo en mis manos noté, además de un peso anormal, algo que se movía en su interior; la abrí y a pesar del ataque de ansiedad que sufría no pude evitar que me embargase un sentimiento de pura estupefacción al encontrar dos balas de 9 milímetros, una con la punta verde, otra con la punta roja, y una breve nota escrita a máquina que decía:
Para empezar (rojo).
Para terminar (si así lo deseas) verde.
Suerte.
Un críptico mensaje cuyo significado real ya intuía mucho más profundo de lo que en principio aparentaba, que no se limitaba a ser unas simples instrucciones de uso sino que más bien constituía una singular declaración de intenciones, un extraño desafío.
Que una bala provoque el comienzo de un acontecimiento es un hecho obvio, pero que otra bala le ponga fin a ese mismo acontecimiento ya no lo es tanto. ¿Y por qué los colores, por qué en ese orden, por qué los paréntesis, por qué esa singular advertencia: si así lo deseas…?
Dejé la nota y cogí las balas, tenían un brillo místico e hipnótico que persistía casi de manera sobrenatural por mucho que las acariciase con mis dedos sudorosos y las examinase atentamente una y otra vez. Y aunque transcurrieron unas pocas semanas hasta que pude descubrir su magia, en aquellos momentos de desconcierto no dudé ni por un solo segundo que esas dos singulares piezas en apariencia tan banales iban a cambiar profundamente mi vida.
Nunca había practicado tiro, nunca había tenido una pistola en la mano, pero mi determinación, o quizá la de ellas, era clara y no admitía réplicas: debemos ser disparadas; y siempre en el orden establecido.
Obvio, pensé al momento, ¿para qué sino sirven las balas?
Recordé que un buen compañero de facultad con el que había compartido juergas y alguna que otra novia era un gran aficionado a las armas y a la caza. Lo llamé y quedamos para rememorar antiguas hazañas y contarnos nuestras mutuas penas. Él se dedicaba a la agricultura y ganadería, y las cosas no le iban mucho mejor que a mí; la feroz competencia y la crisis casi lo habían arruinado, pero seguía manteniendo la sonrisa de siempre y sus ganas de bromear. A pesar de que suene un poco egoísta debo reconocer que proporciona cierto consuelo el saber que no eres el único fracasado de este desagradecido planeta. Después de un número excesivo de cervezas y cuando comenzaba a decaer la conversación saqué de la mochila que llevaba mi pequeña y misteriosa caja y le enseñé las balas.
Mientras las observaba con una inquietante fascinación muy parecida a la mía, le comenté que las había recibido como herencia de mis padres y por curiosidad quería saber si podían dispararse por una pistola. No sé muy bien por qué le mentí respecto a la procedencia de la cajita ni por qué no le mencioné nada de la nota, pero este hallazgo era mi particular secreto y quería revelarle al mundo lo menos posible acerca de él.
Una vez salido de su particular estupor me dijo por fin las palabras que tanto estaba ansiando escuchar: “No solo pueden dispararse sino que además tengo la pistola perfecta para ellas, una Walter PPK de 9mm, como la de James Bond”. Volvió a coger las balas, a observarlas con detenimiento desde cada uno de sus ángulos y con la voz de un hipnotizado, lenta, gangosa, y no la natural y fluida con que me acababa de hablar tan resueltamente, dijo: “Si tanto te interesa… te la vendo”.
Sonreí como supongo que sonríe un asesino sin escrúpulos que acaba de ejecutar una victima, con absoluto egoísmo y una carencia total de empatía. Tan satisfecho me sentía que ni siquiera me paré a pensar en los extraño de su ofrecimiento, pronunciado antes de que yo me hubiera interesado en comprar su pistola, como si él o un misterioso intermediario hubiera leído mis pensamientos e interpretado correctamente mis deseos.
Quedamos al día siguiente, me trajo la pistola en un maletín que incluía cinco balas de verdad, de las que son de un gris monocromo y carecen de nota misteriosa, revisé el contenido y le pagué la cantidad acordada, mucho más modesta de lo que en un principio había calculado.
No sonrió, no me gastó ninguna de sus habituales bromas ni hizo comentario alguno sobre lo que habíamos hablado ayer. Cogió el dinero, me miró con una extraña mezcla de pena y rencor, y con un breve saludo se despidió y se marchó. A pesar de la frialdad del encuentro, de la fría lluvia que empapaba mi ropa, de todos los problemas que seguían entorpeciendo mi vida, yo era, con ese pesado maletín en mi mano, una de las personas más felices del mundo.
Se acabó el domingo y pasó, lenta y angustiosa, una de las peores semanas de mi existencia entre las broncas constantes de mi torturador particular (para mi jefe el descenso en ventas no era consecuencia de la terrible crisis financiera que asolaba a más de medio planeta, sino debido única y exclusivamente a mi particular inoperancia) y el ansía de probar de una vez la pistola.
Dicen que Dios aprieta pero no ahoga, obviamente lo dijo alguien que nunca había trabajado en mi empresa, pues aunque llegué vivo al tan deseado fin de semana había adelgazado tres kilos en solo cinco días y mi estado anímico era similar al de un abatido soldado que acabase de volver de la más incruenta de las guerras.
Cogí el coche, esta vez opté por la Creedence para templar mis nervios, y conduje silbando hasta un bosque situado en las afueras donde sabía con total seguridad que nunca pasaba nadie. Saqué el maletín, caminé unos kilómetros para alejarme de la carretera y en un pequeño descampado rodeado de árboles lo abrí. Ante mí tenía la pistola más famosa del mundo y dos objetos, de una sencillez espantosa, pero que podían decidir entre la vida y la muerte de una persona. Y quizá de algo más.
Introduje en el cargador primero la bala verde y luego la roja, tiré hacia atrás de la corredera y apunté a un viejo eucalipto que nadie echaría de menos.
La pistola me temblaba en la mano, sabía que iba a pasar algo, estaba seguro, algo que me iba a cambiar la vida, pero por más vueltas que le daba a la cabeza era incapaz de imaginar nada. Dudaba entre si era un idiota o un loco, en si disparar al eucalipto o no disparar, en si acabar de una vez con mi patética vida o acabar con la de algún otro, alguien (relacionado con mi trabajo) que sí mereciese de verdad morir.
Consciente de que este nerviosismo caníbal estaba a punto de devorarme la razón apreté sin pensar el gatillo y una inmensa detonación hizo retumbar el mundo.
O eso me pareció a mí que nunca había escuchado el sonido real de un disparo. Con los oídos pitando miré de manera instintiva a ambos lados por miedo a que hubiera alguien cerca, a pesar de que estaba en medio de un frondoso bosque a decenas de kilómetros de cualquier casa.
Esperé unos segundos; nada, esperé un segundos más; nada de nada. Algo extraño, inusual, debería haber pasado, lo presentía, pero en apariencia no había sucedido nada. El viento apenas silbaba, los árboles apenas crujían y las aves, que acababan de salir despavoridas por el disparo, habían dejado al bosque en un extraño e inquietante silencio. Pero por lo demás todo en el mundo seguía exactamente igual.
Sumido en el desconcierto miré a mi pistola, tenía el percutor alzado y di por hecho que la bala de cabeza verde estaba en la recámara, así que decidí “terminar”, tal como venía escrito las instrucciones y apunté de nuevo al eucalipto que, ante mi sorpresa, tenía un pequeño agujero humeante. Ya de mejor humor y sorprendido por mi buena puntería volví a disparar.
Entonces algo sucedió. Algo inexplicable.
Fue cuestión de décimas o milésimas de segundo, quizás ni eso: apreté el gatillo y en cuanto sonó la detonación esta se cortó en seco y me encontré de nuevo metiendo la bala roja de en el cargador.
El murmullo del bosque, que hace un instante estaba en silencio, ahora volvía a bullir con el sonido de decenas de pájaros cantando.
Asustado, dejé caer la pistola, el cargador y la bala roja que aun no había introducido del todo en él. “¿Qué coño ha pasado aquí?” pensé, “¿por qué han vuelto a aparecer las balas? Hace unos segundos tenía un pitido en los oídos por culpa del disparo pero ahora oigo perfectamente normal. No entiendo nada, absolutamente nada. Tengo que serenarme, otra vez”.
Y ya más calmado intenté razonar con lógica: “Te has quedado traspuesto mientras cargabas el arma y has tenido una alucinación; es la única explicación posible. Pero si tienes dudas (las tengo), si crees que lo que ha pasado es real, repite el experimento, termina de cargar el arma y vuelve a disparar, pero esta vez pon atención a lo que haces.”
Todavía inquieto, porque algo en mi interior me decía que lo que acababa de pasar no se podía explicar con la lógica, recogí la pistola, introduje la bala roja en el cargador, repetí el proceso de armado, miré unos segundos hacia abajo para intentar serenarme, y respirando hondo disparé de nuevo… y de nuevo nada. Solo el agujero humeante en la corteza astillada del eucalipto. Pero… ¿no debería haber dos?
Miré a mi alrededor, esta vez era más consciente del silencio que procedía del bosque, solo se oía el rumor de la brisa en los árboles y mi propia respiración. Realmente ya no sabía si estaba nervioso, me había vuelto loco o todavía estaba en casa, soñando. Esperé unos segundos y realicé el segundo disparo, el que terminaba todo (si así lo deseas) y volvió a suceder algo parecido: Una detonación que se apagó en el mismo momento que empezaba a sonar, yo que no estaba apuntando a un eucalipto sino mirando el suelo mientras sujetaba con nerviosismo la pistola, y la extraña sensación de que esa situación ya la había vivido.
El bosque, que parecía reírse de mí, volvió a llenarse de mil sonidos que me sobresaltaron de nuevo. Cerré los ojos, me concentré e intenté darle un sentido a todo lo que acababa de pasar: la (roja) para empezar, la verde para acabar… es decir, la bala roja crea un nuevo espacio-tiempo, una nueva realidad; y la bala verde… la finaliza y todo vuelve al principio. Pero no al momento del primer disparo, ya que estaría en un bucle sin fin, sino que vuelvo unos segundos antes de apretar el gatillo.
¿Cuántos? No lo sabía, muy pocos pero no lo podría decir con certeza. Así que hice otra prueba disparando mientras miraba el reloj a las 12:33 y 20 segundos. No sentí nada especial. Los pájaros volaban de nuevo en desbandada, oía ese molesto pitido y esta vez la bala se había perdido en el horizonte. Dejé pasar un minuto exacto y volví a disparar.
Ya no era yo sosteniendo la pistola sino yo sosteniendo el reloj que ahora marcaba las 12:33 y 15 segundos. Volvía exactamente cinco segundos antes de que todo comience. Cinco segundos que serían vitales cuando decidiese disparar la bala verde y hacer que todo termine. Si así lo deseaba, claro.
Miré al cielo azul y respiré una profunda bocanada de aire. Algo o alguien me había concedido el poder de manipular a mi antojo el hasta ahora inexorable curso de la entropía cósmica. Me sentí Dios, mi mente se abrió ante un sinfín de posibilidades, tantas que el mundo parecía girar alrededor mío. Comencé a reír a carcajadas y me dejé caer en el suelo, mareado, borracho de una felicidad que (estoy seguro) ningún hombre había alcanzado antes.