El silbido

El silbido.

Todo empezó con un largo silbido, agudo, penetrante, recreando una extraña y perturbadora melodía que, por alguna inexplicable razón, me sonaba vagamente familiar. Con los ojos abiertos como platos me incorporé en la cama y miré a mi hermano de ocho años. Estaba durmiendo. Muerto de miedo encendí la luz de la mesilla y afiné el oído: aunque su eco comenzaba a declinar sin duda provenía del exterior de la casa. Me levanté y permanecí unos segundos de pie e inmóvil frente a la ventana, que se escondía amenazante tras una enorme cortina azul.

Si yo fuera el intrépido protagonista de una película apartaría lentamente la cortina hacia un lado para encontrarme con a saber que terrorífica estampa, quizá con el pálido espectro de un viejo afilador, quizá con una anciana bruja recogiendo muérdago para sus pócimas infernales, o puede que con mi simpático vecino gastándome otra de sus pesadas bromas. Pero con once años recién cumplidos no me consideraba ni intrépido ni protagonista de ninguna macabra historia de terror. Y ya puestos tampoco quería interpretar el papel de torpe secundario receptor de todo tipo de bromas y chanzas.

El silbido volvió a sonar. Y juraría, mi piel erizada en pura carne de gallina dio fe de ello, que la inquietante melodía llegaba ahora del pasillo de mi casa, a mis espaldas. Giré muy despacio la cabeza. La puerta de la habitación, gracias a Dios, estaba cerrada.

Volví a mirar a mi hermano. Todavía seguía durmiendo, el muy afortunado. Y no me parecía propio de un hermano mayor el despertarlo muerto de miedo para que me acompañase a abrir la puerta. Sería de miserable gallina, de cobarde inmundo, de persona incapaz de volver a mirarse a un espejo con dignidad y llamarse hombre.

Pero aun así lo desperté.

—Eh, Dani, ¿estás durmiendo?

Abrió los ojos y se quedó unos instantes en trance, sin decir nada, sin moverse, como era habitual en él, como si le supusiese un inmenso trabajo el abandonar el cómodo mundo de los sueños para instalarse en éste, el tranquilo y lógico mundo de los despiertos donde no deberían escucharse sonidos extraños a las tres y media de la madrugada.

—¿Qué pasa? —dijo con voz de moribundo.

—¿No has escuchado eso?

—¿El qué?

—El silbido.

Aun medio dormido cerró los ojos y creo que dijo: “no”.

Entonces volvió a sonar. Justo detrás de la puerta.

—¿Y ahora? —Le pregunté casi cagándome por los pantalones del pijama.

Volvió a abrir los ojos y me miró sorprendido. En cuanto vio mi cara supo con certeza que esto no era otra broma. Como cuando lo desperté con una careta de zombi superrealista que me había costado nada menos que cuarenta euros y al abrir los ojos lo único que va y me dice es: “no seas tonto y déjame dormir”.

¿Cómo se puede tener una reacción tan fría y desinteresada con ocho años, todo sea dicho, casi nueve, ante una careta casi perfecta de un muerto viviente en grave estado de descomposición? Es ilógico. Si me lo hubiera hecho a mí ahora, hubiera pegado un grito que se habría escuchado en seis kilómetros a la redonda. Y con ocho años sencillamente me hubiera muerto de un ataque al corazón.

Por eso no me sorprendió tanto cuando se levantó ya totalmente espabilado diciendo: “voy a abrir la puerta”.

—¿Y si hay alguien…? —le dije intentando aparentar una seguridad que estaba muy lejos de alcanzar— ¿…o algo que no es de este mundo?

—Como qué.

—Pues… por ejemplo el espíritu de algún condenado.

Se paró en seco y reflexionó. Vaya, eso seguro que no se le había ocurrido.

—Pero los fantasmas no existen ¿no?

Su seguridad se estaba evaporando. Volvía a sentirme hermano mayor.

—Ya sabes como son los adultos, unos dicen que sí y otros que no.

Me miró con lo que parecía un creciente temor en la cara.

—Pues abre tú ¿no?

Mierda, ¿por qué no le habré dicho nada?

—Sí, claro… pero ya ha dejado de sonar.

Mano de santo. El silbido, que ahora casi parecía proceder de la misma puerta volvió a surgir en todo su esplendor y resonancia. Y ahora fuimos los dos los que tuvimos que hacer un enorme esfuerzo para no cagarnos ni mearnos ni empezar a gritar como estúpidas niñas asustadizas.

Entonces mi hermano saltó como un resorte y se dirigió hacia la puerta como un rayo, pero antes de que pudiera decirle nada (y evitar que cometiera una temeridad), una corriente de aire (o eso creo) abrió lentamente la puerta, mostrando un pasillo solitario y oscuro.

Nos miramos y no dijimos nada. Yo me quedé petrificado, pero él dio un paso más y se atrevió a asomar su cabeza fuera de la habitación

—No hay nadie —dijo.

—Es obvio —le respondí—. En teoría los fantasmas son invisibles ¿no?

—¿Y si llamamos a papá y mamá?

Ah, eso sí que no, sería la humillación final. Pase que sea él quien abra la puerta pero no voy a rebajarme a gritar mamá y papá como un bebe llorón.

—Llámalos tú —dije.

Me miró despectivamente, tanto como puede hacerlo un niño de ocho años, claro. Mierda, estaba quedando en evidencia, tenía que reaccionar:

—Si es que tanto miedo tienes. Yo estoy muy tranquilo.

—Yo también —me respondió.

—Sí, ya.

—Yo fui quien abrió la puerta, ahora te toca a ti salir.

—Fue una corriente de aire (¿no?).

—Pero la intención es lo que cuenta.

¿Yo a su edad era tan ingenioso? ¿Y tan cabrón?

—De acuerdo.

Pero me quedé quieto.

—Espera, voy a ponerme la bata y las zapatillas. Hace frío.

De acuerdo, lo reconozco, aunque el calendario marcase un invernal y navideño 28 de diciembre, la casa era un horno porque mis padres, que eran todavía más frioleros que yo, habían mantenido encendida todo el día la calefacción. Podría perfectamente andar desnudo pero nunca está de más el ser prudentes para evitar molestos resfriados. Además, todo el mundo sabe que no hay nada peor que enfermarse en plenas vacaciones. Y mucho menos de Navidad.

—Vaaamos… —gruñó mi hermano con impaciencia.

—Un minuuuto… —le respondí con la mayor de las parsimonias.

Creo que ni yo ni ningún ser humano hizo antes con tal lentitud tareas tan monótonas y sencillas. Pero llegó el temible momento en que bien abrigado y enfundado en mis calientes zapatillas no me quedo más remedio que lanzarme a lo desconocido.

—Allá voy.

Crucé el umbral rígido y tieso como una vela y miré lentamente hacia los dos lados. Nada. Me planté frente al interruptor de la luz del pasillo y lo pulsé. Seguía sin haber nada. Expiré una larga bocanada de aire y alivio mientras sentía como mis pulsaciones, que habían alcanzado cotas realmente disparatadas, comenzaban por fin a disminuir.

Mi hermano salió y el silbido pareció ahora brotar de algún lado de la cocina.

Mierda.

—Quizá sea una banda de ladrones —dijo muy serio.

Por un instante me sentí inmensamente tonto. ¿Por qué a mí se me ocurren las respuestas fantasiosas y absurdas y a él las en apariencia lógicas y razonables? Debería ser al revés ¿no?

Pero… como muy bien acabo de decir, solo “en apariencia”. Porque una mente libre y abierta como la mía nunca debe cerrarse a una posible explicación solo porque ésta no concuerde con los rígidos parámetros de la ciencia oficial En realidad, si hay alguien aquí que opere con frialdad científica y matemática ese soy yo, que no descarto ninguna hipótesis por muy impopular que sea entre la comunidad científica.

Y la cadena de razonamientos me decía en este singular caso que la extraña melodía que nos traía de cabeza no era obra de vulgares ladrones.

—Imposible. Recuerda que al principio sonó fuera.

—Yo no lo oí.

—Aun estabas durmiendo.

—Será una banda muy numerosa. Unos están fuera vigilando y los otros robando las cosas dentro.

—¿Y los ladrones silban al robar? —le pregunté malhumorado con la intención de desbaratar su estúpida teoría.

—Solo los muy tontos e ingenuos…

¿Lo ha dicho con segundas? Imposible, solo tiene ocho años.

—…como tú.

Me olvidaba. Casi nueve.

—Bien, pues vamos a mirar —dijo lógicamente él.

 

Cruzamos de puntillas el tétrico salón sin atrevernos a encender la luz y casi sin hacer ruido dispuestos a enfrentarnos quien sabe si a una peligrosa banda de despiadados ladrones albano-kosobares como los que salen en las noticias o a un espectro dispuesto a apoderarse de nuestras infantiles almas para someterlas a todo tipo de tormentos infernales. No es mal plan para un sábado por la noche. Hubiera preferido pizza y película, pero que le vamos a hacer, así es la azarosa vida de un niño de once años. Casi doce, por cierto.

Llegamos a la puerta de la cocina, yo delante y mi hermano muy pegado a mis espaldas, casi rozándome. Asomamos muy lentamente ambas cabezas por el marco de la puerta pero no vimos nada. Encendí la luz y seguía sin haber nada.

—¿Y ahora? —Le pregunté.

—Quizá sea el ruido de una cañería o de un ratón que se ha colado en casa.

Ya estaba con sus absurdas deducciones carentes de toda lógica y racionalidad.

—Pues yo sigo creyendo que o bien es un fantasma, o un duende o… (¡como no se me había ocurrido antes!) muy posiblemente unos extraterrestres dispuestos a abducirnos para experimentar con nuestros cuerpos— le respondí, ahora sí, muy seguro de mí mismo.

—¿Extraterrestres?

—Exacto, te recuerdo que soy un experto en este tema. Los comúnmente llamados “grises” son una raza de extraterrestres de muy baja estatura, grandes cabezas con enormes ojos negros y la piel de color ceniza. Son los que raptan de noche, o abducen, como se dice en la jerga parapsicológica, a personas cuando van conduciendo por carreteras solitarias. Los llevan a sus naves y hacen todo tipo de experimentos terribles con ellos, sin anestesia ni nada.

—Pero no estamos en ninguna carretera.

—A veces también actúan en casas que se encuentran apartadas de la civilización.

—Si estamos a solo tres kilómetros de la ciudad… Y hay un montón de casas al lado de la nuestra.

Es imposible discutir con alguien de mente tan cerrada. Críos…

—Quizá sea una abducción masiva. Van raptando niños casa por casa.

—Pues todavía no nos han raptado.

—Porque los hemos descubierto —le respondí ya cansado de tanta explicación obvia.

—¿Entonces no nos han hecho nada porque nosotros dos con nuestro imponente aspecto hemos asustado a unos extraterrestres poseedores de una tecnología superavanzada?

Me quedé mirándolo en silencio con cara de tonto y sin saber que decir.

—Bien… yo…

Maldito enano.

—Quizá no sean extraterrestres… o… oye, ¿como voy a saber yo como actúan unas mentes tan superiores a las nuestras?

—¿Pero no eras un experto del tema? —me soltó con su clásica sonrisa burlona.

Siempre con respuestas para todo. Pero esa es la principal diferencia entre los dos, él tiene ese modo de pensar tan del gusto de los adultos, ciñéndose a las reglas, a lo seguro y conocido, sin desviarse nunca de la línea recta; pero yo no, yo no soy así, no pienso de esa manera tan rígida y cuadriculada. Me gusta buscar el reverso a las cosas, intento ver donde otros no ven, y como decía antes, nunca descarto ninguna explicación por muy disparatada que parezca. Simplemente me gusta pensar que en este extraño mundo todo es posible. Y tengo buenas razones para ello.

El caso es que estuve a punto de saltar y asfixiarle al puro estilo Homer Simpson pero cuando mis brazos estaban a punto de estrujar su cuello volvió a surgir el tenue crepitar del silbido helándome de nuevo la sangre e impidiendo a este desesperado e incauto narrador cometer hermanicidio.

Nos quedamos mirándonos muy quietos los dos, como si fuéramos dos grotescas estatuas de cera.

—¿De donde vino? —Dijo.

—No lo sé —le respondí muy tenso.

Sonó otra vez. Más claro, ahora, probablemente más cerca, también. (Bravo, Sherlock Holmes…)

Miramos a la vez al salón.

—¿De allí, no?

—Sí, del salón, creo —dije tragando saliva.

—Pues vamos.

—Sí, vamos.

Apagué la luz de la cocina haciendo que de nuevo toda la casa fuera invadida por una oscuridad casi absoluta e hicimos el camino inverso, ahora él delante y yo detrás muy pegado a su espalda, sobresaliendo mi cabeza por encima de la suya (le estaba protegiendo la retaguardia, obviamente).

Nada más traspasar la puerta se detuvo de repente, giró la mitad superior de su cuerpo y mirándome con la sorpresiva cara de quien acaba de hacer un gran descubrimiento dijo: “quizá sea un ratón poseído por el espíritu de alguien que murió aquí hace años”.

Vaya, por fin decía algo inteligente.

—Posesión animal… infrecuente pero no descartable. Interesante teoría, no se me había ocurrido.

Sonrío orgulloso.

—Aquí vivieron dos familias antes que nosotros —le dije—, puede que algún miembro de esas familias hubiera muerto aquí en circunstancias violentas y dramáticas.

—O puede que viviera un psicópata que mataba y enterraba aquí a sus victimas —me respondió muy serio.

Ahora sí nos estamos entendiendo.

—¡Por supuesto! —grité emocionado—. Sin duda es el espíritu de una chica que deambula como alma en pena por esta casa queriéndonos indicar donde yacen los restos de su torturado y decrépito cadáver.

—¿Por qué de una chica?

—¿El silbido no te parece de una chica? Así tan agudo…

—Todos los silbidos son agudos —me replicó muy molesto.

Lo mato. Siempre llevando la contraria.

—Pero unos más que otros.

—Pues te apuesto lo que quieras a que este es de un chico —dijo ahora con completa seguridad. Y me enseño su clásica sonrisilla sarcástica.

—Ya veremos.

Ahora el silbido pareció brotar del interior del árbol de navidad, situado al lado de la chimena. Maldije a mis padres por haber desenchufado las luces antes de ir a acostarnos.

—El fantasma está allí —dije—, en el árbol.

—O el extraterrestre.

—Los “Grises” no son tan pequeños.

—Ah.

Nos acercamos lentamente, angustiados, sabiendo que en escasos segundos resolveríamos un enigma que bien podría cambiar no solo el futuro de esta familia sino el de toda la humanidad.

—Mueve las ramas —le ordené.

—No, muévelas tú.

Resoplé con desagrado evidente. Pero permaneció inmóvil.

—De acuerdo…

Ya me daba igual, había hecho acopio de valor y estaba dispuesto a todo: a soportar la visión de un espectro cadavérico al que le salieran gusanos por los ojos, de un duende con cara deforme y lleno de verrugas supurantes, o incluso de un nuevo tipo de extraterrestres diminutos que se comunican con la humanidad por medio de silbidos estentóreos.

Me acerqué lentamente al árbol, aparté las dos ramas principales para ver el tronco y una terrible y agónica sombra oscura que bien podría ser un pequeño ratón de campo pero que también podría perfectamente no serlo se lanzó contra mi cara haciéndome pegar el mayor salto de mi vida, exclamar el mayor grito nunca escuchado y correr como un poseso hacia la habitación de mis padres.

 

Irrumpí gritando casi afónico los mamá y papá habituales de cuando no sabes a quien acudir para que te resuelvan los intrincados problemas a los que te somete la vida y salté a su cama.

—¿Qué ha pasado? —dijo temblorosa mi madre agarrándome con nerviosismo por los hombros.

—Algo que creo que era un ratón que creo que estaba poseído por un espectro demoníaco acaba de atacarnos desde el árbol de navidad.

—¿Qué? —dijeron al unísono mis padres todavía atontados por la confusión del sueño.

—Sí, no sabía bien si era un fantasma, un duende o un extraterrestre pero lleva toda la noche silbando por toda la casa. Pero al final lo hemos descubierto.

Ambos me miraron fijamente muy en silencio.

—¿Cómo que hemos? —Me peguntó mi padre.

—Sí, Dani y yo. Vamos rápido al salón antes de que se escape.

Se miraron con tristeza y luego me miraron a mí, más tristes todavía.

—Dios… —susurró consternado mi padre.

—Cariño… ¿no habíamos hablado ya de esto? —me dijo con gran ternura mi madre mientras me acariciaba el pelo.

—Mira —decía ahora mi padre con un tono más serio—, ya ha pasado casi un año desde el accidente y… entiendo que jugases a eso al principio para hacer más fácil la perdida, pero él ya no está y tienes que asumirlo. Todo está en tu imaginación…

 

De acuerdo, de acuerdo… ya sé lo que están pensando todos ustedes ahora, no se hagan los listos, si es más que obvio:

“¿Como unos padres tan negados han podido crear a una persona tan inteligente y perspicaz como yo?”

Pero que le vamos a hacer, ambos son así, cabezas cerradas, mentes estrechas. Un caso perdido para la humanidad. Menos mal que esta familia me tiene a mí para seguir adelante.

Los miré con ojos mustios y puse cara de arrepentido. Sabía que era absurdo discutir con este par de ingenuos así que les dije que de acuerdo, que todo fue una pesadilla y que ya me encontraba bien; que tenía mucho sueño (hice uno de esos bostezos impostados tan típicos de las malas películas con un largo y ridículo “ahhhhh”) y dándoles las buenas noches (y dejándolos muy rumiantes y pensativos) me fui a mi habitación.

 

Me acosté y apagué la luz. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad miré hacia un lado y vi a Dani tumbado en su cama y mirándome con su clásica sonrisilla sarcástica.

—¿Y ahora de que te ríes? —Le pregunté.

—Te lo dije y no me hiciste caso, pero yo siempre tengo razón —me respondió con esa chulería que yo tanto detestaba.

—¿En qué?

—Que el silbido era de un chico.

Me quedé un momento en silencio; pensando, buscando una buena respuesta que lo dejase de una vez en evidencia. Pero no encontré nada, y finalmente sonreí yo también. El muy cabrón me la había vuelto a jugar.