Fronteras

 

Nos gusta levantar muros y fronteras de altura infinita y anchura directamente proporcional a la de nuestra estupidez, renegar del otro y convertirlo en un extraño, alguien a quien temer, a quien odiar, en quien descargar siglos de frustraciones, complejos no reconocidos, cobardías humillantes.

Nos gusta creernos importantes, elegidos por Dios o un destino divinizado, nos gusta considerarnos superiores, sojuzgar.

Sin comprender que nos somos más que conciencias inmortales ocupando transitoriamente contenedores caducos que un día se desecharan como las banderas que tan fanáticamente agitáis o las fronteras de sangre, alambre y espino que os empeñáis en edificar.

Colocamos nuestros centro de gravedad en la frágil confrontación y al primer soplo de disensión nos agitamos violentamente, dejándonos llevar por la naturaleza instintiva y animal de todo hombre: la pulsión de la violencia.

Reservamos nuestra humanidad a quien consideramos nuestro hermano, ensalzando nuestra particularidad de raza, ideología, patria o religión cuando todavía no he encontrado espejo que revele tales sutilezas. El odio está en la mirada, no en aquello que se mira, y el futuro de la humanidad en unas lentes que corrijan tal perversa miopía.

En polvorientas bibliotecas reposan cien mil libros de historia que narran con gran verosimilitud las guerras, los destrozos, el salvajismo al que podemos llegar cuando la ceguera se hace hombre y el hombre soldado. En cada conciencia, cada decisión individual, está el futuro que juntos crearemos (o arrasaremos) por igual.